El posfascismo es fascismo Miguel Lorente Acosta

En el contexto de un país aconfesional, la retahíla informativa ha generado un exceso de noticias para cubrir la muerte de Francisco y la puesta en marcha de los procesos para su sucesión. La púrpura y el boato, las discusiones sobre las líneas progresistas o ultraconservadoras de una iglesia que abre el discurso sobre la evidente disminución de fieles, con la necesidad de amplificar sus beneficios entre los ciudadanos laicos y la oportunidad que siempre brinda el espectáculo purpurado de la muerte de un papa, se echa a la calle para demostrar que aún queda un contexto que facilite el desarrollo de sus doctrinas y la expansión de sus promesas.
Nosotros, hijos de algún dios menor, asistimos a toda una suerte de detalles, de foros de debate, de armazones teóricos que nos sitúan en el centro de la acción vaticana, en el mismo espacio que ocupan los cardenales y que, con ellos, somos capaces de pergeñar, con acierto y maña, qué o quienes deben dirigir los designios de la iglesia católica en el futuro.
Nos hemos convertido, en tan solo unos días, en la parte fundamental del clero, en el sueño dorado de una institución cuyo fin prioritario es el de captar almas, proteger los miedos, ofrecer la fe como una salvación ante las cosas de la vida terrena. Hemos sido abducidos mediáticamente por siglos de conservadurismo católico en la tierra para ser libres en el reino de los cielos. Y lo hemos hecho asistiendo a un ciclón informativo que nos ha situado en el centro de la plaza de San Pedro para definir estrategias, incluso para llamar al Espíritu Santo en beneficio de una información que describa cuál es el perfil más adecuado del sucesor de Francisco, para no errar en su elección.
En un país aconfesional, los representantes de las instituciones públicas dan cobertura al clero, asisten a sus homilías, firman acuerdos de colaboración y compiten por ser los primeros en los bancos cercanos al altar en las iglesias. Los gobiernos, sean del signo que sean, tienden a olvidar el término constitucional que remarca la ley para centrarse en una suerte de adaptación necesaria a los ritos cristianos, favoreciendo un viento a favor que abra las velas de la Conferencia Episcopal y de todo el discurso que establece líneas de diálogo entre lo apostólico y romano y las gentes de bien, entre la defensa del dogma y los pecadores que construyen futuros indeseados.
La cobertura mediática de la muerte y resurrección del papa Francisco ha supuesto un empujón para las líneas de acción del Vaticano, para implementar las encíclicas y los ajustes políticos de una Iglesia que estructura un futuro donde establecerse, que la haga verdadera, aquella que es capaz de ofrecer la vida eterna como un argumento de peso para prolongar su reinado sobre la tierra, ese gran abrazo que supone la salvación ante el sufrimiento, la apertura de las puertas del cielo ante el dolor de la muerte, la resurrección como objetivo. Todo ello provisto de horas de directos, de entrevistas a elementos destacados del catolicismo, de últimas noticias y primeras impresiones.
La cobertura mediática de la muerte y resurrección del papa Francisco ha supuesto un empujón para las líneas de acción del Vaticano, para implementar las encíclicas y los ajustes políticos de una Iglesia que estructura un futuro donde establecerse, que la haga verdadera
Pero la institución católica no ha cambiado. Nada hace pensar que exista una evolución que adapte sus doctrinas a las necesidades de la vida actual y a los retos morales del futuro. Lo que en otro tiempo fue un torpedo en la línea de flotación de la ortodoxia cristiana, la llamada teología de la liberación, es ahora un susurro dentro de las voces poderosas de los cardenales; la posibilidad de rescatar afectos de fe que tengan que ver con algunas de las acciones del fallecido papa es un espejismo que desaparece para mostrar la ola conservadora del conglomerado de obispos, arzobispos, fieles de la Iglesia que, mutatis mutandis, apoyan, entre otras cosas, las políticas trumpistas y todo lo que de ellas se viene analizando.
No estamos en el mejor momento para poner a la iglesia católica, apostólica y romana en el centro de la información, porque no hay contextos de verdad dentro de su discurso, sino una muestra evidente de la necesidad de amplificación de un debate que no es de progreso ni de libertad, amparado en una solemnidad que asusta, y todo ello trufado por un apagamiento de algo tan fundamental como la idea de aconfesionalidad que debería regir las líneas de acción de todas y cada una de las instituciones que sostienen los objetivos propios de nuestro país para la consolidación de las democracias.
Si hiciéramos el esfuerzo de entendernos un poco como sociedad, veríamos la necesidad de que estas atenciones no tuvieran el calado informativo que ahora tienen.
Respeto absoluto a aquellos fieles que destinan sus oraciones a la causa del papado, a la doctrina de la fe y la llegada del Espíritu Santo, a los anillos dorados y las túnicas púrpuras de los cardenales, al boato y su doctrina, pero también deberíamos pedir respeto, no solo para los abnegados ciudadanos que viven las ceremonias eclesiásticas con hastío, sino también para una Constitución que nos ha dado la posibilidad de definir a nuestro país como aconfesional.
Pongámonos a sentir los ritmos de la estética, de la política, de la moral, anclados a ese concepto y definamos una manera de hacer país sin la necesidad de enfocar donde, a lo mejor, no deberíamos hacerlo.
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Javier Lorenzo Candel es poeta.
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