Una justicia que habla oscuro no es justicia

Vivimos afortunadamente en una sociedad formada por ciudadanos y ciudadanas libres y en el pleno disfrute de sus derechos. Derechos en constante evolución y necesitados de políticas públicas e instituciones que los protejan y garanticen por igual a todos los individuos y en todas las circunstancias. Junto con esta protección y garantía, para el correcto funcionamiento del Estado es preciso además que sus instituciones cuenten con otros tipos de legitimidades. Por un lado, que su composición y extracción final se base en las propias decisiones tomadas por sus miembros (democracia formal). Por otra parte, que su funcionamiento suscite consensos y adhesiones, derivados de la confianza libremente manifestada por los individuos que construyen la convivencia política (democracia material).
Los regímenes autoritarios se basan en formas de dominación que emplean el miedo, el engaño y la manipulación, junto con mecanismos de control que impiden la disidencia y la depuran cuando aparece, asegurando que cualquier evolución de sus instituciones es dirigida, en su caso, desde el poder y nunca desde la sociedad civil. En su magnífica obra El Palacio de los Sueños, Ismail Kadaré ironiza sobre los regímenes autoritarios, y en concreto sobre la Albania de su época, describiendo un ministerio cuyos funcionarios se ocupan exclusivamente de recorrer el imperio y recoger, catalogar, analizar y estudiar los sueños de los súbditos del sultán, para poder detectar y adelantarse así a posibles intentos de ruptura, rebelión o magnicidio.
En los estadios iniciales de los regímenes democráticos, un sufragio más o menos amplio y el surgimiento de las organizaciones políticas como articuladoras del fenómeno electivo, junto con unos medios de comunicación proclives y la aceptación, con mejor o peor gana, de las élites económicas, permitieron el funcionamiento aceptable de los mismos, especialmente en contextos geográficos favorables. La comunidad política se asentaba sobre poblaciones en su mayoría escasamente formadas, de modo que la garantía de unos derechos civiles y políticos de primera generación resultaba suficiente a los efectos de generar el apoyo necesario a la forma de gobierno. Los déficits democráticos se suplían con grandes dosis de respeto y aceptación, en ocasiones resignada, hacia las élites gobernantes.
En los estados modernos, en el momento actual, ese temor reverencial hacia los gobernantes, construido otrora sobre una brecha sociocultural y económica muy relevante, ha evolucionado hacia una crítica feroz e incansable a todas sus actuaciones, favorecida por una situación de polarización extrema e inmediatez comunicativa. La autoasignación acrítica en uno de los bandos, junto con la exposición constante y la universalización de las redes sociales, determinan discursos cada vez más alejados del contrato social y la composición de voluntades que se hallan en la base del funcionamiento democrático de los Estados.
Esta crítica, por momentos impulsiva e irreflexiva, determinada por el bando escogido y facilitada por las redes sociales, contribuye junto con otros factores a generar una desconfianza hacia el sistema democrático que es bien acogida por nuevas generaciones de ciudadanos poco instruidos, por diversos motivos, en el horror de los métodos de dominación distintos a los Estados sociales, democráticos y de derecho en que, con muchos esfuerzos y vaivenes, se han convertido nuestras sociedades occidentales. Esta desconfianza es, por supuesto, lanzada hacia las instituciones directas del poder, el ejecutivo o el legislativo, pero además permea hacia todo el sector público, y en concreto hacia los servicios públicos proporcionados por los gobiernos.
Los ciudadanos cuestionan en ocasiones los sistemas públicos de salud, exigiendo cada día más servicios y mejores prestaciones, y simultáneamente quieren conocer pormenorizadamente el tratamiento que van a recibir cuando acuden a ellos por un problema de esta naturaleza. Demandan igualmente estar al corriente, y participar, en la educación que reciben sus hijos. Quieren saber al detalle el curso de una determinada obra pública que les afecta, la construcción de una línea de alta velocidad o la reforma de un aeropuerto. Y hay otros ciudadanos que toman el papel de influencers en las redes sociales, siguiendo a diario estas obras, explicando cómo funciona un hospital, o dando consejos para participar en las asociaciones de familias de alumnos de los centros públicos. Todo ello con una capacidad de alcance que habría sido impensable hace unos años.
El ámbito judicial y de la justicia en general no escapa de este escrutinio general, ni el servicio público que proporciona queda extramuros de esta exigencia de conocimiento detallado. El juez era en otros tiempos un personaje sabio e incontestable, cuyas decisiones podían gustar más o menos, pero eran admitidas por el ciudadano lego en derecho como consecuencia inexorable de la aplicación de la ley. Actualmente, por el contrario, el ciudadano demanda conocer los motivos que llevan a la toma de una decisión, y no de cualquier manera, sino de forma que pueda entenderlo, del mismo modo que entiende o desea entender cómo funciona la sanidad pública o la Unidad Militar de Emergencias. Los ciudadanos quieren conocer las razones de la justicia, las razones de los jueces.
Desconfianza en el sistema
Frente a estas demandas, el lenguaje técnico y abstruso que empleamos con frecuencia los jueces no es admisible para el ciudadano moderno. El denunciante, el demandado, la víctima, el testigo quieren saber (y tienen derecho a ello) cuándo, dónde y en qué circunstancias se desarrollará el juicio. Qué se espera de ellos en ese acto y cómo deben comportarse. Cuánto tiempo tardará en resolverse el conflicto. Y, por fin, los motivos por los cuales el juez o el tribunal le dan o le quitan la razón, cuáles son las decisiones finales y cómo ha de hacerse para que se cumplan. Resulta que, en muchas ocasiones, todos estos extremos se encuentran ajenos a la comprensión del ciudadano medio no experto en derecho.
Para superar esta brecha de incomprensión entre el lenguaje de la justicia y el lenguaje del ciudadano, no resulta ya suficiente con la explicación, más o menos acertada, que pueda proporcionarle su abogado. El ciudadano quiere aprehender directamente las razones del juez. Sólo así se siente escuchado y respetado, incluso cuando no se resuelve conforme a su deseo (esto será otro tema), sólo así sentirá que forma parte del sistema y, por tanto, se adherirá a él y lo respetará. La confianza en la justicia, palanca fundamental para el respeto a las instituciones y al sistema democrático, no puede hoy tener lugar si los ciudadanos no entienden su funcionamiento y por qué decide como decide.
Por supuesto que hay otros motivos para que el ciudadano se sienta ajeno a la justicia, incluso para que desconfíe y la denueste. La lentitud, la lejanía, la dificultad para acceder a ella sobre todo si no se cuenta con medios económicos suficientes, la percepción del juez o la jueza como una profesión cuyo acceso está vedado a determinados sectores sociales… Todo ello contribuye a la separación entre el ciudadano y la justicia, pero me atrevo a afirmar que la incomprensión de las razones de la justicia, en la sociedad actual, es sin duda uno de los elementos fundamentales para la desconfianza en ella y, en definitiva, en el sistema.
Las razones para esta incomprensión son variadas. Cada sector técnico desarrolla y se mueve en su propia jerga, el legal no podía ser excepción. Particularmente por la importancia que tienen la precisión jurídica de sus términos, la relevancia casi sagrada de las formas procesales, incluso la liturgia y solemnidad en que en ocasiones se celebran los juicios. También por la trascendencia de la materia sobre la que se ocupan los jueces, que no es otra que la resolución de los conflictos de los particulares y la protección de sus derechos. E igualmente por la abundancia en ese lenguaje de expresiones en latín de uso inveterado y la utilización de vocablos ya extintos en el lenguaje coloquial, o que se emplean con un sentido distinto en el contexto jurídico. Finalmente, también es un elemento que esclerotiza el lenguaje jurídico la importancia del precedente jurisprudencial, el temor a apartarse del mismo y perder parte de su fuerza legal. Aun en sistemas de derecho continental como el nuestro, la prudencia y ese temor llevan al juez a intentar no apartarse del lenguaje empleado por sus mayores, por los magistrados que le han precedido, especialmente los del Tribunal Supremo.
Comprender las resoluciones
Nuestros constituyentes indicaron que la justicia emana del pueblo. Y consagraron, igual que los países de nuestro entorno y los grandes tratados internacionales, un derecho a la justicia, a la tutela judicial efectiva. Esta tutela no puede entenderse hoy, en nuestro actual marco democrático y social, sin el empleo de un lenguaje comprensible por el ciudadano. Desde hace décadas, esta preocupación se ha concretado en diversos protocolos, cartas de derechos de la ciudadanía, recomendaciones y otros instrumentos bienintencionados que, sin embargo, no tenían más fuerza jurídica que la derivada de la autoridad de quienes los redactaron. Ahora bien, esta apuesta por una justicia clara se ha concretado recientemente en el reconocimiento expreso del derecho del ciudadano a comprender las resoluciones judiciales. La Ley Orgánica 5/2024, del Derecho de Defensa reconoce el derecho de los ciudadanos a que los actos, resoluciones y comunicaciones procesales de todo tipo estén redactados de forma clara y comprensible.
Por vez primera, el legislador ha decidido que la actividad procesal ha de redactarse en lenguaje claro, de manera sencilla y accesible universalmente. El objetivo es que sus destinatarios puedan conocer el objeto y consecuencias del acto procesal comunicado, ya sea este una sentencia, un requerimiento o una citación, por poner varios ejemplos. Y además se contempla al destinatario en sus concretas características personales y con sus necesidades concretas. No es lo mismo comunicar con una empresa o con un profesional del sector sobre el que versa el procedimiento, que con un menor o con una persona de avanzada edad. Tampoco se encuentra en la misma situación ni tiene las mismas necesidades la persona física demandante en un juicio civil reclamando una cantidad impagada, que la misma persona cuando es víctima de un delito, o cuando se está divorciando.
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La ley piensa también en aquellas personas con alguna discapacidad que les depare dificultades de comprensión, y exige la adaptación, sin que nadie la pida, de todos estos actos y resoluciones judiciales. Por último, el legislador atribuye a los jueces y magistrados la obligación de velar por que este derecho sea garantizado a todos los titulares del mismo.
Tenemos una oportunidad para hacer entre todos del lenguaje jurídico un lenguaje accesible al ciudadano. Y sobre todo un lenguaje flexible, que se adapte a las circunstancias del caso y de la persona. Resulta por ello inaplazable un debate profundo y con consecuencias prácticas, que haga de este derecho ya reconocido legalmente una realidad, y de su quiebra un motivo de impugnación ante los propios tribunales. Porque una justicia oscura no es justicia. Y porque nos va en ello la adhesión y complicidad de nuestros conciudadanos con el sistema de justicia, que es tanto como decir con las instituciones de que nos hemos dotado para regular nuestra convivencia de forma democrática.
*Manuel Olmedo es magistrado y secretario de Estado de Justicia.