Europa, ¿has oído? 9 de mayo, día de la ciudadanía europea Cristina Monge

Un viejo maestro llamado Manuel Portela (1944-2022) –uno se ha pasado cuatro décadas ejerciendo de padawan al cobijo de una sucesión de extraordinarios mentores–, brillante economista con largo desempeño en medios (comentarista de bolsa en El País, articulista en ABC, consejero editorial de Vocento y director durante años del prestigioso consenso económico de coyuntura de Price Waterhouse Coopers), me explicaba, allá por el cambio de siglo, que Chernóbil había cancelado el debate, muy activo desde principios de los años setenta, en torno a la energía nuclear. Portela, como otro veterano maestro mío que oficia en estas mismas páginas, Jaime Miquel, entendía el juego político de las democracias como un mercado gobernado por la demanda, donde son los paisanos y no los líderes los que marcan las trayectorias de lo venidero. “No hay razón económica, política o social que pueda sobreponerse a las imágenes de los huérfanos deformes de los hospicios ucranianos, que han quedado grabadas en todas las conciencias occidentales”, decía entonces el sabio Portela.
El accidente de Chernóbil no solo fue uno de los episodios postreros de la decadencia de la URSS, un acelerador del final, sino que cerró para muchas décadas el debate en torno a una energía asombrosa pero potencialmente apocalíptica y rodeada de un mal invisible y ubicuo llamado radiación. No hay ciencia, economía ni política que pueda combatir esa percepción social. Cuando el recuerdo del horror comenzaba a amarillear como una foto vieja, el accidente de la central de Fukushima, afianzó las dudas sobre la seguridad de las centrales. Que algo así ocurriera en Japón, un país proverbialmente previsor, localizado en el límite occidental del Cinturón de Fuego del Pacífico y que ha desarrollado toda suerte de protocolos e ingenios para prevenir los efectos de los terremotos –y de su subproducto más temido: los tsunamis– no ayudó en nada a modificar la percepción social del invento atómico, de la que da fe la resistencia de las poblaciones a tener cerca una central o a albergar un cementerio para encapsular sus residuos.
Con los años, el desarrollo de alternativas energéticas y los tremendos costes, no ya de construir, sino de mantener abierta una central nuclear acabaron por decantar un dilema que, si somos serios, ni siquiera existe ya, más allá de algún activismo nostálgico en redes sociales, subgénero cientifista del terraplanismo antivacunas. Y sin embargo, atendiendo a los medios, parece que en España exista hoy un debate vivo al respecto y que el Congreso de los diputados realmente está discutiendo si vamos a gastarnos lo que no tenemos en mantener abiertas esas peligrosas antiguallas. Cuando no es así, no existe tal discusión. ¿Por qué, entonces? Porque los políticos mienten porque se lo permitimos. Les hemos enseñado, de hecho, con nuestras cortesías.
Los políticos mienten porque se lo permitimos. Les hemos enseñado, de hecho, con nuestras cortesías
Un viejo aforismo de este oficio señala que un periodista no debe contar que un paisano dice que llueve y otro dice que no llueve, sino que ha de sacar la mano por la ventana y decirlo, sin cortesía alguna para con quien miente. Pero ese hábito sencillo se complica con dos escenarios: el saber arcano y la política. El primer caso, que atañe al periodismo de divulgación científica y a sus derivados –empezando por el sanitario, como vimos en pandemia– convierte al periodista en rehén de unas fuentes cuyo saber experto condicionará el buen desempeño del cronista. Hay una vulnerabilidad intrínseca en nuestro ejercicio cuando tu trabajo solo puede ser tan bueno como el de aquellos que, con los años, hayamos convertido en nuestros sherpas para nuestras excursiones andariegas en territorios para los que carecemos de formación específica.
El apagón –sus causas y posibilidad de réplica, como antes del volcán de La Palma–, toda vez la infinita complejidad del mercado eléctrico, es otra de esas expediciones en las que tuvimos que ponernos en manos del saber experto y confiar en haber escogido bien la fuente para ofrecer al público información inteligible, de calidad y no contaminada por intereses ocultos. Pero eso no incluye ningún debate sobre la energía nuclear, porque el público recuerda a los niños de Chernóbil, y esa es una certeza plúmbea e insuperable. Por cierto, en este tipo de informaciones en las que el saber es un arcano para el periodista, no incluye nada relacionado con las enseñanzas de las ciencias sociales o paracientíficas, como es el caso de la economía o del derecho. Porque son saberes, pero no son arcanos.
La economía y el derecho en realidad están en el segundo grupo, el de la política, un ámbito contaminado de intereses, no siempre declarados y a menudo envueltos en el fariseo celofán del expertise. Valgan de ejemplo los augurios de los economistas que se han venido bregando en los medios los últimos años –no es necesario dar nombres: ellos lo saben, ustedes también y ellos saben que ustedes lo saben– y a los que la ruina del dogma neoliberal posterior a 2008 ha convertido en idiotas de lo público, pruebas de cómo la realidad desnuda la presunción científica y arcana de las ciencias sociales, que no tienen nada de ciencia y apenas son sociales.
Pero en la crónica parlamentaria y en la información política en general existe la cortesía periodística, una convención no regulada salvo en campaña electoral, de que uno ha de ordenar las intervenciones y el espacio que les concede en función del peso representativo de cada quien, sin juzgar lo dicho –su valor ni su veracidad–, y eso hace que al líder de la oposición, el que sea, se le conceda el segundo corte (o entrecomillado), al tercer grupo en representación, el tercer espacio y así sucesivamente.
Este hábito elimina la sanción a la mentira, la infamia, la insensatez o la imbecilidad. Y es una de las razones –ni la única, ni la principal– de que gente que dice idioteces (y que muy a menudo es tonta, por llamar a las cosas por su nombre) ocupe cargos de poder impensables hace solo unas pocas décadas. Por eso da la impresión de que hay hoy un pretendido debate político sobre las centrales nucleares, por las que ningún político del signo que sea apostará en los territorios, ante los vecinos: fingir que las apoyan es gratis en los medios y agrada a las compañías que quisieran recibir ayudas públicas para paliar el coste de ese muerto que son las centrales vetustas. Bastaría pues con tener la piel sensible al agua y sacar la mano por la ventana para saber que quien dice que llueve, miente.
Siempre conviene considerar los dictados del rigorismo periodístico, defensor de un ideal inalcanzable que tiene la virtud de decir verdad y el defecto de que, demasiado a menudo, es inaplicable cuando lo tienes que aterrizar en el mundo real de nuestros quehaceres. El Savonarola de lo nuestro, Arcadi Espada, sentenció desde su púlpito ya hace muchos años que un periodista no ha de mentir ni siquiera entre comillas. Cumplir tal mandamiento se antoja imposible, no nos engañemos, sin embargo, es perentorio recordarlo cada vez que uno escribe dos puntos y abre comillas, ese acto de abdicación de responsabilidades que no debería dejarnos dormir. Así de puñeteras son nuestras noches. Llueva o no.
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