Por qué seguimos a líderes que nos mienten (y lo sabemos)

Donald Trump dijo que los inmigrantes se comen a los perros. Literalmente: en un mitin, afirmó que “en Springfield están comiéndose a los perros y gatos”, refiriéndose a comunidades migrantes. También ha compartido teorías conspirativas según las cuales Joe Biden habría sido ejecutado en 2020 y reemplazado por un clon robótico. Javier Milei ha proferido más de 1.000 insultos, a razón de 2,4 por día, dirigidos a periodistas y a los que él llama “zurdos de mierda”. Además cita a su perro muerto como mentor espiritual y ha impulsado un memecoin que resultó ser una estafa. Isabel Díaz Ayuso proclamó que las cañas eran un derecho civil durante la pandemia y que no se podía vivir en “estado de alarma permanente”, defendiendo una idea de libertad más parecida a una marca que a una política pública.

La gente no es tonta. No es que no sepa que mienten o exageran; es que su forma de hacerlo los convierte en protagonistas de una ficción poderosa. Al igual que en una película de acción o una serie distópica, los votantes no buscan al político más veraz, sino al que encarne mejor una ilusión de control. Judith Butler lo explica con claridad: sabemos que exageran, pero nos gusta cómo lo hacen.

Desde hace décadas, la teoría del guion cinematográfico estudia cómo se construye un personaje capaz de seducir a la audiencia. Esa seducción rara vez tiene que ver con la verdad; tiene que ver con el deseo, con la identificación emocional. Como profesora de guion, tengo una clase favorita del curso: la que me permite explicar por qué es crucial mostrar al protagonista “en contacto con su poder”, y hacerlo cuanto antes. Esa primera escena no solo define al personaje: establece un vínculo. Porque un personaje poderoso —aunque sea discutible, incómodo o directamente peligroso— fascina y brilla.

En los manuales de guion se identifican tres formas principales de poder narrativo que aseguran esa conexión. La primera es el poder sobre otros, y suele venir de la riqueza. El dinero no solo da seguridad: otorga margen para imponer tu voluntad. Permite mover los hilos desde las sombras o desde lo alto de un rascacielos. Don Corleone es un ejemplo clásico. Elon Musk podría ser el héroe de una pesadilla futurista escrita por un fan de Ayn Rand que se ha venido muy arriba. En la película No mires arriba, ya salía su primo. Trump, por cierto, tampoco nació en una chabola.

El segundo poder es el de actuar sin dudar. El héroe que no necesita pensar, porque ya sabe —o finge saber— lo que hay que hacer. No se cuestiona, no duda, no pierde tiempo en matices. Rambo no se sienta a hablar de trauma; Terminator no consulta a su terapeuta antes de disparar. Héroes de acción que toman decisiones en segundos y salvan el mundo en dos horas y media. En política, esta fórmula también funciona: el líder que actúa con firmeza (aunque sea en dirección al abismo) resulta más convincente que el que duda, matiza o consulta expertos. La indecisión no da espectáculo. La acción sí. Trump firma aranceles improvisados como si fueran merchandising de campaña, con esa letra de rotulador grueso que parece parte del decorado. Da igual si aquello provoca una crisis internacional o confusión total: la imagen es la de un presidente que hace cosas. Que se mueve. Es un buen macho alfa y nunca duda. Aunque acaben llamándole “Taco” o subastando su chaqueta en eBay, lo importante es que jamás se le ve titubear.

Y finalmente, está el poder de decir lo que los demás callan. Ese tipo de personaje que suelta sin filtro lo primero que se le pasa por la cabeza: rabia, deseos, envidia o pura mala leche. Nada de contención, nada de cálculo. Solo la satisfacción brutal de decir lo que nadie se atreve. Jack Nicholson o Eddie Murphy construyeron sus carreras interpretando a ese tipo de figura deslenguada e imprevisible, capaz de dinamitar cualquier escena con una frase incómoda. Pero en el escenario político, Ayuso, Trump y Milei podrían darles clases magistrales con su motosierra verbal. Los guiones de Miguel Ángel Rodríguez rezuman esa incorrección tan atractiva que dan ganas de seguir con un cubo de palomitas.

Estos líderes no necesitan ser honestos. Lo que ofrecen es una fantasía de acción, desinhibición y control. En una época marcada por la incertidumbre y el ruido, ver a alguien gritar con seguridad (aunque diga barbaridades) puede resultar extrañamente tranquilizador. Incluso digno de envidia y admiración. Tienes que ser muy poderoso para decir semejante cosa y que no se te caiga la cara de vergüenza.

Parte del pensamiento progresista ha creído que los hechos y la racionalidad bastarían para convencer. Pero el votante no es un lector de informes, sino una audiencia en busca de sentido

Judith Butler apunta esta paradoja cuando explica que muchas personas saben que sus líderes exageran, falsean o simplemente inventan, pero esa mentira se convierte en parte del espectáculo. El acto de mentir con convicción es, en sí mismo, una demostración de poder.

La mentira ya no es un desvío, sino una forma de actuar. Y aquí entra la dimensión performativa que Butler trabaja desde la teoría del género y la política: el lenguaje no sólo describe el mundo, también lo construye. El político que miente con carisma no está ofreciendo datos; está ofreciendo una escena, un rol, un universo.

Parte del pensamiento progresista ha creído que los hechos y la racionalidad bastarían para convencer. Pero la narración política no funciona así. El votante no es un lector de informes, sino una audiencia en busca de sentido. Y la emoción vence al argumento, especialmente cuando se articula a la manera de relato heroico.

Los que nos dedicamos al guion sabemos que una buena trama, un personaje bien construido, no basta si no emociona. No es casual que los líderes populistas construyan su discurso como una épica: ellos contra el sistema, el pueblo contra la élite, la libertad contra el Estado. No importa que los hechos no cuadren; lo que importa es que el relato sea emocionante.

En un mundo que se alimenta de pantallas, de ficciones a demanda, y que ha dejado de informarse a través del periodismo profesional, no es de extrañar que personajes cada vez más histriónicos y caricaturescos hayan ocupado la arena pública con sus ficciones. La cuestión ahora es: ¿qué hacemos frente a esta seducción del mentiroso heroico?

La izquierda —y también buena parte del pensamiento progresista— quiere que levantemos la vista de la pantalla y pensemos. Pero pensar requiere tiempo, requiere calma y también requiere certezas mínimas. En ausencia de esas certezas, buscamos seguridad. Y muchos la encuentran en líderes que ofrecen enemigos fáciles: los inmigrantes, las mujeres feministas, los homosexuales, las personas trans… Cualquier diferencia sirve como diana. Un héroe no puede ejercer sin enemigos.

Tal vez el nuevo guion no consista en oponer un héroe mejor. Quizás baste con desmontar la necesidad de héroes y aceptar que el mundo es incierto, pero que el Estado debe garantizar una cosa sencilla y radical: que nadie se quede atrás. No hará falta un enemigo si hay una red. Se puede vivir sin certezas absolutas si al menos hay salud pública, educación para todos y un techo sobre cada historia.

Las buenas ficciones no solo nos muestran el poder; también nos enseñan que lo humano, lo frágil, lo complejo, puede ser bello y valiente. La jugada de Pedro Sánchez —esa pausa para pensar— no le salió mal. Demostró que es posible cambiar el paso. El público está dispuesto a dejarse sorprender. Pero hay que atreverse a escribir otra historia y, sobre todo, hacerlo con cabeza. Porque, si no lo hacemos, siempre habrá alguien dispuesto a ocupar ese papel —con su clon robótico, su motosierra o su caña en alto— para contarnos la suya.

______________________

Julia Montejo es escritora, profesora y cineasta.

Más sobre este tema
stats
OSZAR »