Crónica de un procesamiento anunciado

Desgraciadamente para la salud democrática de este país, hemos conocido este lunes el auto de procesamiento al Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, aunque pocas dudas había de que este salto de la investigación a la acusación se iba a producir más temprano que tarde en función de tiempos que tienen que ver más con el análisis de la situación política que de la misma técnica procedimental.

El auto trae causa de una presunta revelación de un correo electrónico enviado por el abogado del novio de Isabel Díaz Ayuso admitiendo fraude fiscal “ciertamente” cometido por su representado. El juez del Supremo Ángel Hurtado considera que García Ortiz y la fiscal provincial de Madrid facilitaron ese correo a los medios vulnerando el deber de secreto de una información que afectaba a datos personales de un ciudadano que por su parte había hecho circular el bulo de que la solicitud de pacto se había producido a la inversa, es decir, por parte de la fiscalía al Sr González Amador.

Desde este momento inicial, y pese al sinsentido de que se siente en el banquillo no a quien cometió y confesó por boca de su representado un delito fiscal de casi cuatrocientos mil euros, sino a la institución que conoció tal delito y lo persiguió en cumplimiento de su obligación, podríamos entender el inicio de diligencias de investigación, lo que sucede es que cuesta mucho concluir desde el principio de las mismas, y más aún tras meses de diligencias con todos los instrumentos públicos al respecto, que se haya producido tal revelación.

La acusación que se inicia contra el fiscal general no se apoya en pruebas directas. No ha habido ni registros, ni un solo testigo, ni documentos que lo vinculen inequívocamente con dicha supuesta filtración. Lo más cercano es lo que se señalan como indicios (el envío de correos entre fiscales que nada aclaran, declaraciones ambiguas, y la supresión de datos del móvil del Sr. García Ortiz), pero ninguno de esos elementos ni por separado ni en conjunto justifican en derecho el paso al procesamiento formal de una de las más altas autoridades del Estado.

Lo más inquietante a mi juicio es la tesis que esboza el auto y que anuncia que la filtración obedeció a instrucciones de presidencia del Gobierno para ganar el relato. Es esta una afirmación que carece de sustento probatorio y que es de extrema gravedad institucional. Ni una llamada, ni un correo ni una orden escrita, solo una interpretación del contexto y el testimonio de actores políticos, algunos ni siquiera implicados directamente, elevando una conjetura política a categoría de hecho penal, desnaturalizando así la figura del juez instructor, que pasa de garante imparcial del proceso a actor interpretativo.

La acusación que se inicia contra el fiscal general no se apoya en pruebas directas. No ha habido ni registros, ni un solo testigo, ni documentos que lo vinculen inequívocamente con dicha supuesta filtración

Estamos ante una interpretación perversa de la carga de la prueba que, como sabemos, recae sobre quien sustenta la acusación. Las intenciones presuntas no pueden constituir evidencia de culpabilidad, no son las pruebas claras que exige nuestro código penal para dar paso al acto del juicio y que sean valoradas por el juzgador. Muy al contrario, el auto omite pruebas exculpatorias clave como los testimonios periodísticos que aseguraron, con obligación de decir verdad, haber tenido acceso al correo filtrado antes de la intervención del fiscal general. Ignorar activamente estas versiones debilita aún más la fundamentación jurídica del auto y apunta un sesgo preocupante.

Cuesta asumirlo como demócrata y jurista, pero el auto, además de endeblez probatoria, trasciende de sus propios límites y se convierte en un arma política. En lugar de despejar dudas las multiplica, y en vez de garantizar derechos los amenaza. En casi cincuenta páginas no hay ni un solo elemento que nos permita sostener un ataque evidente a las instituciones, tanto a la que representa el autor del mismo como a la que representa el procesado. Instrumentalizar el derecho penal para erosionar la legitimidad de quienes debieran garantizar la ley pone en entredicho todo el sistema de justicia y la propia división de poderes, porque aquí a quien se persigue de verdad es a un gobierno legítimamente elegido y desde el primer momento impugnado por distintos actores que acudieron a la apelación de que “quien pueda hacer que haga”.

Es urgencia para todos y todas que el derecho penal vuelva a ser la última ratio, objetivo, ciego a intereses políticos, deductivo y no el primer instrumento para dirimir batallas ideológicas. La apariencia de pruebas no puede sustituir a la verdad contrastada porque de lo contrario toda decisión, declaración o acto de cualquiera de nosotras puede ser criminalizada si resulta políticamente incómoda. No se trata de defender a una persona concreta, ni siquiera a una institución –el problema es sistémico en cuanto afecta al propio funcionamiento de la arquitectura institucional–, sino que cuestiona la neutralidad judicial, y debilita la ya vapuleada confianza ciudadana en el marco constitucional.

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María José Landaburu es doctora en Derecho y experta en Derecho laboral y autoempleo.

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