Allí donde ya no hay un lago

En el periodismo, las historias mínimas a menudo contienen las claves de lo mayor: dos ancianos con deterioro cognitivo se pierden entre nudos de autopistas buscando una laguna que ya no existe; y son una crónica política.

La crónica de sucesos es acaso el único género que está completamente aterrizado en los hechos y que, muy a menudo, es impermeable a los dichos y al sentido. En su forma esencial, responde a la técnica de “las cinco uves dobles” de la buena comunicación (“qué, quién, cuándo, dónde y por qué”, términos que en inglés se escriben todos ellos con uve doble) que estableció Aristóteles en Ética a Nicómaco, y que el sociólogo Harold Lasswell reformuló en los años cuarenta introduciendo el canal y el efecto. La semana pasada, la historia de la búsqueda y rescate de un matrimonio de profesores jubilados, ambos con grave deterioro cognitivo, que desaparecieron en Leganés (Comunidad de Madrid) ofrecía todos los elementos de una estupenda crónica de sucesos, incluido el no tan frecuente final feliz. Y el periodismo supo estar.

Porque lo que da dimensión al suceso fue el motivo de su extravío: perdidos en los nudos de las autopistas del sur de Madrid, cerca de la M-45, los ancianos buscaban al parecer una laguna que hubo décadas atrás donde hoy mandan las grandes infraestructuras de la era de los coches. Pese a graves problemas con la memoria de corto plazo, la pareja sí recordaba paseos de antaño. Se perdieron primero de su itinerario por paisajes que ya solo existían en su memoria, y luego el uno del otro. Con la ayuda de drones, la policía los encontró. Pocos días después y ya recuperados de la insolación de este junio ardiente, la pareja seguía paseando por Leganés, y ya apenas recordaba el suceso.

Coincidía en las crónicas este cuento pequeño con los grandes ademanes de la actualidad política, siempre abonada al más difícil todavía, al trance agónico en el que vivimos instalados desde hace años, siempre a punto de que todo pase en unos días en que la política parece dispuesta por fin a cumplir esa promesa oscura. En los mejores textos de ese periodismo tentativo que es siempre el análisis político, aparecía el deterioro y el desconcierto que la situación traslada al público. Porque la política democrática se basa en la previsibilidad y la ausencia de emociones fuertes: en eso consiste o ha de consistir un sistema por el que alguien abandona el poder voluntariamente sin derramamiento de sangre.

Pero los elementos de la historia apuntan en sentido contrario al tedio burocrático: el escándalo de corrupción, lenocinio y malas artes que roe las entrañas del PSOE y que se despliega alrededor del ministerio más importante del Ejecutivo, el de Transportes, el que hace autopistas que desorientan a abuelos y secan lagunas, brota entre filtraciones interesadas de las unidades de élite de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, azuzadas por un poder judicial cuyo empeño en hacer política por lo civil o por lo penal ha deteriorado su reputación y obligado a la población a avizorar la mirada y arrugar el entrecejo. La causa real, sucia, cutre, marrana, brota en medio de un pantanal de causas prefabricadas e investigaciones prospectivas avivadas desde portadas infamantes, y tiene en estado de shock a los concernidos, un estupor del que el periodismo apenas puede emanciparse.

La realidad del ahora mismo es más abigarrada, frágil y ambigua de lo que permiten nuestras narrativas públicas y al periodismo quizá solo le queda acercarse a ella renunciando a dominarla

He ahí el armónico vibrante, la cuerda alta que suena a lo lejos por simpatía de frecuencia: una democracia cuyas instituciones se transparentan erráticas y sus procesos se vuelven caprichosos e imprevisibles, donde uniformes y togas son tan perentorios como sospechosos para un ciudadano sin otra brújula que el enfado, a menudo justo pero mal dirigido. Y mientras, el periodista avanza con sus mañas viejas, como una pareja de ancianos desmemoriados que camina por un mapa que solo existe en un recuerdo amarillento y feliz. Y que se juega la vida, cruzando el tráfico bajo un sol sahariano para olvidar su gesta, hermosa e inútil, a la mañana siguiente. Como una crónica aplastada en el fondo de la jaula de un canario. 

La realidad del ahora mismo –mientras la hemorragia de la América democrática se coagula en los sumideros y en la cuna de la civilización humana, el Creciente Fértil, llueven misiles– es más abigarrada, frágil y ambigua de lo que permiten nuestras narrativas públicas y al periodismo quizá solo le queda acercarse a ella renunciando a dominarla. Somos la era del extravío y solo queda perseverar en nuestros itinerarios por paisajes que ya no están, confiando en que alguien nos encuentre antes de que nos mate un camión de reparto o un golpe de calor.

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