Lo irreparable de cargarse al fiscal Pilar Velasco

Dice la ONU que, ahora mismito, hay medio millón de famélicos en Gaza. Desde que comenzó la carnicería, han sido asesinados casi veinte mil niños; con seguridad, más del doble han sido heridos durante los bombardeos. La mayoría de estimaciones calculan que, para cuando se publique esta columna, las fuerzas armadas del Estado de Israel llevarán sobre sus cabezas la sangre de cincuenta mil civiles (como mínimo). Cada semana, el ejército israelí asesina a cooperantes internacionales, periodistas y trabajadores de Naciones Unidas con la impunidad que da saber que la comunidad internacional (¿qué será eso?) no se atreverá a más que una regañina. Y ahora, tras diecinueve meses de genocidio retransmitido en directo en todas las pantallas del mundo, resurge el debate: ¿seremos todos antisemitas?
Editoriales, proclamas, gobiernos enfurruñados, tuits cargados de razón y sesudos análisis en revistas de postín tratan de contrargumentar la finta de Netanyahu. Miren, a la mierda. A estas alturas de la matanza, uno no puede salir con la banalidad del mal, los libelos de sangre, el santo oficio o las olimpiadas de Múnich sin caer en el colaboracionismo más idiota. La noche de los cristales rotos estuvo fatal, en Occidente hay un antisemitismo estructural y hasta el más desnortado ha escuchado sobre el caso Dreyfus. Con todo, hay que ser una sabandija de primera calidad para tratar de justificar con alguno de estos sucesos —incontrovertibles y abominables, ¿eh?— la insoportable retahíla de delitos de lesa humanidad que perpetran, día sí y día también, los esbirros de cierto Estado del que me gustaría olvidarme.
Tras diecinueve meses de genocidio retransmitido en directo en todas las pantallas del mundo, resurge el debate: ¿seremos todos antisemitas?
«Vosotros no condenáis los crímenes de Hamás», le reprochaba a un contertulio Toni Cantó —ese despojo arribista— el otro día. Su interlocutor se molestaba en explicarle que, apretándose un poquito las meninges, comprendería que se pueden «condenar» dos crímenes simultáneamente sin morir en el intento. Entiendo la réplica, pero no la comparto. —Usar gas de cloro como arma en el campo de batalla es una atrocidad. —Ya, claro, pero… ¿condena usted el asesinato del archiduque Francisco Fernando?
Solo un adversario imbécil o malvado utilizaría esa distracción tan burda, y ni con unos ni con otros se llega a ningún lado. «—Por supuesto que condeno los crímenes de Ham…», «—¡Pero si la izquierda financia al yihadismo!». Pensémoslo: se mire por donde se mire, el genocidio campa por sus respetos, así que es comprensible que sus beneficiarios solo puedan aspirar a que desviemos la atención. Les vale cualquier cosa, miren: el consabido victimismo, las promesas de Yahvé o un tiroteo en Washington.
Ay. Empiezo a sospechar que la columna me está quedando menos chistosa de lo habitual. Voy a ver si lo remedio: cáspita, rechufla, ¡chisgarabís! La verdad es que ya lo siento, pero se me llevan los demonios y me sube la bilirrubina. Nosotros, discutiendo si los chavales deberían tirar las entradas del Sónar para desligarse de la maquinaria sionista (lo habrán leído, la empresa propietaria tiene intereses inmobiliarios en la Franja) mientras los gobiernos de medio mundo se ponen de perfil. «Somos todos cómplices», campanilleaba el otro día uno de esos iluminados que creen que el derrotismo es sexy. Habla por ti, lagartija. Si estuviese en mi mano, habría que proyectar una ampliación de la Corte Penal Internacional.
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