'A cuatro patas'
Seleccionada a la vez por el New Yorker y el New York Times como el mejor libro de ficción del año, A cuatro patas, la segunda novela de Miranda July, plantea un viaje interior para intentar mostrar las inquietudes de una mujer en su cuarentena. Aunque la premisa del libro es un viaje en coche entre Los Ángeles y Nueva York de nuestra protagonista, lo cierto es que se queda a pocos kilómetros de su casa en un motel. Sin necesidad de alejarse, ejecuta un detallado replanteamiento vital tras estudiar al detalle su vida social y laboral, pero también matrimonial y familiar e incluso sexual.
Miranda July logra en esta novela apropiarse de lo familiar, lo íntimo y lo doméstico y convertirlo en algo nuevo, emocionante y profundamente vivo. Convertida en EEUU en una de las novelas que más dio que hablar en 2024, llega ahora a España para confirmar la brillantez del genuino enfoque de su autora para la ficción.
infoLibre adelanta el primer capítulo de esta obra que publica Random House y que sale a la venta este mismo jueves 12 de junio:
"No quisiera preocuparte", empezaba diciendo la nota, una manera genial de empezar. ¡Preocúpame, por favor! ¡Sí, preocúpame! Llevo toda la vida esperando que una nota así me llene de preocupación.
No quisiera preocuparte, pero parecía que alguien estaba haciendo fotos de tus ventanas con un teleobjetivo. Si era algún conocido tuyo, entonces perdón por el malentendido, pero si no, tengo la marca/modelo/matrícula de su vehículo.
Brian (el vecino de al lado) [y su número de teléfono]
En realidad no hace falta un teleobjetivo porque en la parte de delante tenemos unos ventanales inmensos sin cortinas. A veces me paro un momento antes de entrar y miro cómo Harris y Sam se ocupan inocentemente de sus asuntos. Harris explicándole algo –que yo no oigo– a Sam, o haciendo volar a Sam. Siento por ellos una profunda ternura. "Intenta recordar este sentimiento –me digo a mí misma–. De cerca, son las mismas personas que vistas desde aquí".
Enseguida supimos qué vecino era Brian. El del FBI. Si algo hemos aprendido de Brian es que ser miembro del FBI no es un secreto, como ser de la CIA. Brian lleva su chaleco (¿antibalas?) con las letras FBI claramente visibles mucho más a menudo de lo que sería menester. Como si alguien de los Dodgers se pusiera el equipamiento para regar el césped. Vale, tío, lo hemos pillado: juegas en los Dodgers, pensaríamos los vecinos.
Lo primero que hizo Harris cuando terminé de leer la nota en voz alta fue burlarse diciendo que cómo no iba el vecino del FBI a "pillar" a un tío con un "teleobjetivo". Y lo siguiente fue no hacer absolutamente nada. Estaba ocupado y le pareció que no merecía la pena molestarse por una tontería.
–Pero da un poco de yuyu, ¿no crees?
–Hoy en día la gente saca fotos de cualquier cosa –dijo él, saliendo de la habitación.
–Pero ¿no crees que debería llamarle? Harris no me oyó.
–Llamar ¿a quién? –preguntó Sam.
Yo estaba allí con la nota en la mano y esa curiosa sensación como de abandono que uno tiene mil veces al día en el ámbito doméstico. Podría haber gritado, pero ¿por qué? No es que necesite cotillear con mi marido sobre cualquier nimiedad; para eso están las amigas. Harris y yo somos más formales, como dos diplomáticos que no están seguros de que el otro no les haya envenenado la bebida. Siempre muertos de sed pero siempre esperando a que el otro tome el primer sorbo.
"Adelante".
"No, ¡tú primero!".
"Por favor, después de ti".
Este "andarse con pies de plomo" podría antojarse muy estresante, pero yo estaba segura de que al final saldríamos victoriosos. Cuando todos los demás estuvieran hasta la mismísima coronilla del cónyuge respectivo, nosotros estaríamos capeando el temporal, en plena luna de miel. Calculo que con sesenta años ya cumplidos.
Mi amiga Cassie se despide con un ¡Te quiero! cada vez que habla por teléfono con su marido. Yo, cuando la oigo, siento vergüenza ajena.
Pero si es que le quiero, dice Cassie.
Hace un momento hablabas de lo vacía y desdichada que te sentías…
Y entonces se ríe a medias como si fuera algo que escapa a su control. Yo no espero que se sincere con su marido, ¡pero al menos que no intente colármela a mí! Las relaciones conyugales ajenas siempre nos parecen marcianas. Una vez le hice grabar a Jordi, mi mejor amiga, una conversación casual entre ella y su mujer. Jordi es una muy buena escultora además de persona capaz de teorizar sobre cualquier cosa, pero en dicha conversación apenas si dijo esta boca es mía mientras su mujer despotricaba de un popular programa de televisión. Solo de vez en cuando se oía a Jordi hacer una pregunta en voz baja; básicamente se reía como una tonta de las cosas que decía Mel. Yo pensé que Jordi sentiría apuro, pero qué va.
–Me encanta lo segura que está Mel de sí misma. Adoro a las personas que tienen opinión para todo. Como tú.
Eso me halagó tanto que de inmediato sentí cierta empatía por la dinámica que tenían las dos.
–La verdad es que ese programa da pena –dije–. Mel clavó el comentario.
Mis amigas siempre me están obsequiando con cosillas así –emails a sus madres respectivas, capturas de pantalla de mensajes sexuales–, debido a mi eterno deseo de saber qué se siente siendo otra persona. ¿Qué estábamos haciendo, los humanos?
¿Qué demonios estaba pasando aquí en la Tierra? Naturalmente, ninguno de estos artefactos tenía la menor importancia; era como querer agarrar el humo por el mango. ¿Mango? ¿Qué mango?
Guardé la nota del vecino en mi mesa. Yo también tenía cosas que hacer, pero siempre encuentro tiempo para preocuparme por algo. Bien pensado, creo que cuando llegó la nota yo ya había empezado a preocuparme por la posibilidad de que alguien nos hiciera fotos desde la calle con un teleobjetivo. Digo "preocupar" y no es el término correcto; más bien
"esperar". Esperaba, confiaba en que esto ocurriera y hubiera estado ocurriendo desde el día en que nací; bueno, o algo por el estilo. Si no el hombre ese, entonces Dios, o mis padres, o mis padres de verdad, que de hecho son solo mis padres, o mi verdadero yo, que lleva un tiempo aguardando el momento oportuno de tomar el relevo y mandarme a la papelera de reciclaje. Oh, por favor, que haya alguien lo bastante sensible como para cuidar de mí. Tardé dos días en llamar a Brian, el vecino, porque me apetecía deleitarme en mi posición, como cuando un ligue te responde por fin un mensaje y quieres disfrutar un rato de que la pelota esté en tu tejado.
–Se me hace raro llamar por teléfono a alguien que vive en la casa de al lado –dije–. Bastaba con abrir la ventana, ¿no?
–Ahora mismo no estoy en casa.
–Vale.
Brian dijo que el hombre en cuestión había estacionado en la esquina y que no había hecho fotos de ninguna otra casa.
–Puede que solo le gustara la vuestra –sugirió.
Eso me tocó las narices. A ver, la casa es bonita, pero venga ya. Yo no había demorado dos días la llamada porque nuestra casa sea bonita.
–Digamos que soy un poquito famosa –dije, cargando tintas en la falsa modestia. La falsa modestia es una de esas cosas con las que es difícil no pasarse, como cuando aprietas el tubo de la nata batida.
Él respondió que esa era la razón por la que estaba inquieto, por mi notoriedad.
–Vaya, muchas gracias –dije yo, humildemente–. Es bueno saber que estás tan atento a lo que pasa.
–De hecho, es mi trabajo –dijo Brian.
–De acuerdo –dije yo, cortando por lo sano.
Tampoco es que sea una persona muy conocida. No entraré a detallar a qué me dedico, sería tedioso, pero imaginaos una mujer que a muy temprana edad cosechó éxitos en diversos medios y que ha continuado más o menos así, siempre con una suerte de fuga disociativa en torno a sus principales preocupaciones y con la confianza en sí misma propia de quien sabe que no existe otro camino; su vida entera va a ser esta conversación personal con Dios. Quizá en lugar de Dios debería decir el Universo. El Demiurgo. Yo trabajo en lo que antes era el garaje de la casa. Mi mesa tiene una pata más corta que las otras y cada día, durante los últimos quince años, pienso en calzarla con lo que sea, pero mi trabajo es siempre demasiado urgente, me pilla invariablemente en un punto de inf lexión importantísimo; siempre estoy al borde de algún tipo de revelación. A las cinco tengo que hacer un esfuerzo por reducir la marcha antes de entrar de nuevo en casa, como el astronauta Buzz Aldrin disponiéndose a vaciar el lavavajillas justo después de regresar de la Luna. No hables de la Luna, me recuerdo a mí misma. Pregunta a todos qué tal les ha ido el día. El vecino del FBI preguntó si yo sabía de alguien que quisiera comprar una camioneta.
–Es una F-150 del año 2013. Voy a mudarme y me deshago de la mayor parte de mis cosas.
–¡Anda! ¿Y adónde te vas?
–No puedo desvelar mi nuevo domicilio –respondió Brian. Yo me disculpé por preguntar.
–Imagino que en tu vida habrá muchas cosas que tienen que ser ultrasecretas.
–Pues sí –dijo él con voz suave–. Este barrio me encanta, que conste. Todos esos árboles, y los aullidos de los coyotes por la noche.
–A mí eso también me gusta mucho. ¡Y mira que hay coyotes! Docenas, yo diría.
–Más.
–¿Centenares, tú crees?
–Sí.
Nos quedamos callados y no quise ser yo quien rompiera el silencio; me pareció que él, como agente del FBI, sabría cuándo hacerlo. Pero el silencio se prolongaba, y empecé a sonreír para mis adentros, más mueca que sonrisa por lo incómodo de la situación, pero el silencio continuó hasta el punto de que dejé de estar nerviosa; ahora pensaba que ese silencio era algo que estábamos haciendo juntos él y yo, como una jam session, pero luego esa sensación pasó de largo y me puse inexplicable y abrumadoramente triste. Mis ojos se llenaron de lágrimas, y el silencio finalmente cesó porque yo hice ruido al sorber por la nariz y él dijo Sí otra vez, con resignación. Y luego, como si nada hubiera pasado (como, de hecho, así era), él se puso a hablar otra vez del tío del teleobjetivo.
–Apunté el número de la matrícula, por si las moscas.
Cuando llegue a casa, si quieres te lo paso.
–Desde luego –dije–. Sería estupendo.
Naturalmente, a Harris ni le mencioné esta conversación. Habría levantado las cejas y sonreído con gesto de cansancio. Oh, vaya, ¿o sea que tienes una relación extrañamente íntima con un desconocido? ¿Cómo es posible?
Yo procuro que la mayor parte de mi persona quede extramuros a salvo. De puertas adentro me concentro en llevar el timón de la casa a fin de que podamos tener una vida tranquila y saludable sin catástrofes ni enfermedades. Esto supone estar siempre planificando. Por ejemplo, cada fin de semana hago siete gofres para Sam con dosis extra de huevos, que luego tostaré ligeramente para que sirvan de desayuno alto en proteína durante toda la semana. Pero como toda esta previsión puede resultar más fatigosa que divertida, intento equilibrarla con algo espontáneo, ya sea un juego que me invento para el desayuno o un aderezo sorpresa para los gofres. Harris diría que, básicamente, lo que intento es tenerlo todo controlado. ¿Quién lleva razón? Él y yo, ambos, pero admiro ese estoicismo suyo a la antigua usanza. Incluso viste de una manera un tanto anticuada, como un albañil o un viajante de comercio. "La sal de la tierra" es una expresión que le cuadra bastante, mientras que de mí nadie diría que soy la sal de la tierra. Y no porque yo sea una mala persona, pero de los dos yo soy sin duda la peor. Muchas veces me muerdo literalmente la lengua (sujetándola con cuidado entre los dientes) y cuento hasta cincuenta. Para entonces, el impulso de decir algo innecesario suele haber pasado.
Estaba en la cama cuando Brian me mandó un mensaje acerca del coche del telefotógrafo.
Era un Subaru 5 puertas negro, número de matrícula 6GPX752.
Gracias!, escribí yo.
De nada. Si te interesara comprobar a quién pertenece, me avisas. Yo no puedo hacerlo, pero te pondría en contacto con alguien que sí. Para tus archivos: Varón blanco o asiático, estatura media o un poco por encima de la media, ligeramente barrigudo, con barba. Estuvo allí el sábado sobre las 4 de la tarde.
Sábado. Me levanté de la cama y miré el calendario en mi ordenador. (Cosas así puedes hacerlas fácilmente si no compartes lecho con tu marido. Y es que él ronca y yo tengo el sueño ligero). El sábado a las tres Harris había llevado a Sam a una fiesta en casa de una amiga, de modo que a las cuatro yo estaba sola. Exacto, sí: había llamado a mis padres como una buena hija pero no estaban en casa, de modo que me puse a enviar mensajes a amigas sobre mi próxima visita a Nueva York; yo acababa de cumplir cuarenta y cinco y la excursión era un regalo que me hacía a mí misma. Iría al teatro, a ver exposiciones, y me alojaría en un buen hotel y no en casa de una u otra amiga, cosa que normalmente podría parecer un derroche de dinero, pero resulta que había recibido un talón sorpresa: una marca de whisky había vendido los derechos de una frase que escribí años atrás para una nueva campaña publicitaria a escala mundial. La frase iba de masturbarse, pero sacada de contexto le cuadraba también al whisky. Veinte mil dólares.
Jordi consideró importante que me gastara ese dinero de manera nada sensata. Whisky viene, whisky va.
–¿Es lo que harías tú?
–No, yo lo emplearía en despedirme de FTC y dedicarme a tiempo completo a mi arte.
FTC es una agencia de publicidad. Yo le ofrecí a Jordi el dinero sin pensarlo dos veces: ¡Es una beca!, dije. Pero ella me puso las manos en los hombros y me miró de hito en hito.
–Piensa. ¿Qué es lo que más deseas en este mundo? –dijo, sacudiéndome de una forma que me hizo reír como una tonta.
–Oh, pueeees, ¿una idea buena para mi nuevo proyecto?
–Vale, pues haz lo contrario de lo que harías normalmente. ¡Invierte en belleza!
Los escultores piensan que la belleza es un tema de primer orden, no una chorradita más. Qué afortunada soy, ¿verdad? No es común tener una mejor amiga como Jordi.
Había reservado habitación en el Carlyle y luego, el sábado a las cuatro de la tarde, había enviado selfis desnuda a todas mis amistades neoyorquinas. Es algo que solemos hacer, además de mandarnos fotos de los críos y las mascotas; actualmente ya forma parte del ritual de seguir en contacto. Recordé que me había costado encontrar el ángulo apropiado y que eso me perturbó un poquito. Antes no era tan difícil hacerse un selfi desnuda que quedara bien. Podía ser que la calidad de la luz estuviera cambiando: cosas del calentamiento global.
Volví a la cama y le envié este mensaje a Brian:
¿Cómo haría para identificar al dueño del coche, si me interesara hacerlo?
Mientras esperaba su respuesta me toqué, imaginándome al barbudo y ligeramente tripudo fotógrafo cascándosela en su Subaru cinco puertas mientras mi cuerpo desnudo iluminaba la diminuta pantalla de su cámara digital. Me corrí dos veces, la segunda de ellas oyendo mentalmente el plop, plop de su tripa sobre mi estómago. Me limpié los dedos en la camiseta y miré el móvil.
Llama a Tim Yoon (323) 555-5151. Es un detective de la policía jubilado. Seguramente estará dispuesto a hacerlo a cambio de una pequeña suma.
Era demasiado tarde para llamar, de modo que le envié un mensaje y me quedé dormida imaginándome a Tim Yoon enfrascado en su búsqueda.
Yoon pronunciado como "atún". Una búsqueda meticulosa, no al buen tuntún. Yoon pronunciado como "rayón". Yoon pescando atún vestido con su túnica de rayón. Y luego volvía pisando fuerte, un plato blanco en cada mano.
–¿Te apetecen más matrículas, querida? –gritaba al acercarse.
–Oh, sí, no pares. Tráeme más, porfa.
'Bajos fondos'
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–Lo intentaré –respondía él, jadeante, al pasar por mi lado. Y allá que iba, mi pescador, surcando las aguas hasta perderse de vista en el horizonte. Luego me di la vuelta y lo vi
resurgir con sus capturas.
Tim Yoon tardó muchos meses en llamarme; para entonces, yo ya había deducido quién era el telefotógrafo.