El ‘caso Bétharram’ en Francia lleva a una docena de exalumnos a denunciar abusos en una escuela católica

“Cuando oí hablar de Bétharram, fue como si todo saliera a la superficie. Lo habíamos escondido todo bajo el felpudo y ahora nos damos cuenta de que no era normal”.
Desde el bar en el que está sentado Jacques Urien, el jueves 24 de abril, se puede ver el campanario de la capilla Notre-Dame du Kreisker que se eleva sobre los tejados del centro de Saint-Pol-de-Léon, en el norte de Finisterre (Francia).
A pocos metros de la base del edificio gótico más alto de Bretaña se encuentra la entrada del colegio privado católico al que da nombre y donde este sexagenario, de rostro afable y cabello blanco, pasó parte de su escolaridad a finales de los años sesenta.
La suave luz de este final de mañana primaveral contrasta con el relato de sus dolorosos recuerdos. Hijo de hortelanos católicos practicantes, Jacques Urien afirma haber recibido golpes y haber sido testigo de violencia física hacia sus compañeros por parte de algunos profesores del Kreisker. Y aunque él mismo no fue víctima, en aquella época también tenía conocimiento de las conductas sexuales problemáticas de un sacerdote: Jacques Choquer.
Un abad acusado de abusos sexuales
Varios exalumnos acusan al que era profesor de francés y bretón de comentarios y actitudes inapropiados de carácter sexual, desde los años 50 hasta los 80.
Según sus relatos, tenía la manía de preguntar a los alumnos —a los que podía recibir individualmente en su habitación, situada en la planta superior del edificio principal del Kreisker— si se masturbaban. Según afirma Lionel, alumno en la década de 1970, podía mostrarse “muy sobón”, llegando a veces a “meter la mano debajo del jersey” de los alumnos.
En clase, “se levantaba y frotaba el pene contra su escritorio” con frecuencia, según atestiguan varios exalumnos. Llegó a tal punto que un día los chavales tuvieron la idea de cubrir con tiza los alrededores de su escritorio, por lo que Jacques Choquer se encontró así con la ropa manchada de blanco a la altura de la entrepierna.
Ronan Peron, alumno entre 1985 y 1986, afirma que el sacerdote, que era su profesor principal, se acercó poco a poco a él durante una entrevista en su habitación y le puso una mano en la rodilla. “Le dije: ‘¡No, pero qué coño está haciendo!’ y le pedí que me llevara a casa”, asegura el panadero artesanal de 56 años, que ahora vive en Roscoff.
Anita, una mujer trans (el colegio aún no era mixto cuando ella estudiaba allí), también cree haber sido acosada por Jacques Choquer, quien, según ella, la “idolatraba”. Cuando ella estaba en primero, él le dejó una nota manuscrita subrayada en rojo al final de un trabajo que decía más o menos: “Tu trabajo me ha conmovido [...] Solo puede ser obra de un alma pura. Me gustaría mucho releer este trabajo a solas contigo”. Anita no le hizo caso y pasó de sacar una media de 16 a 18, a sacar alrededor de un 12 en francés (sobre 20, ndt).
Lo que hacía Jacques Choquer se describe con todo detalle en el libro Tu rôtiras en enfer (Arderás en el infierno), publicado en 2016 y escrito por Jean-Pierre Salou, un educador especializado y psicólogo jubilado que estuvo en el Kreisker entre 1957 y 1964. El sacerdote aparece en él bajo el seudónimo de “el abad C.”. “Su apodo entre los alumnos era Chocul [mezcla de Choquer y cul, culo, ndt]», revela el autor, hoy de 77 años. Según él, esto demuestra que su comportamiento era de “notoriedad pública”.
“Era un pervertido que disfrutaba cuando le contabas tus ‘pecados carnales’, aunque no estaba habilitado para impartir clases de educación sexual”. Jean-Pierre Salou considera que “lo grave es que se le dio a ese sacerdote la capellanía de los scouts de el Kreisker a pesar de que se conocían sus problemas con los alumnos”.
En el cargo desde 2022, el director del centro escolar el Kreisker, Nicolas Guillou, confirma haber recibido hace unas semanas un testimonio sobre Jacques Choquer. Dice que le ha “conmocionado profundamente”. “Siempre es estremecedor, como director de un centro educativo, saber que han podido ocurrir ciertos hechos en un lugar cuya vocación principal es educar, acompañar y proteger a los jóvenes”.
“Aparte de este contacto, no he recibido ninguna otra denuncia de exalumnos o familias, ni por escrito ni verbalmente, sobre hechos de violencia”, precisa el director. La diócesis de Quimper y Léon también recibió en 2022 “el testimonio de la esposa de una víctima ya fallecida, relativo a abusos sexuales en el colegio Kreisker”, en los que estaba implicado Jacques Choquer.
La institución afirma no haber encontrado nada “en los archivos” sobre ese sacerdote. Además, afirma que, “desde 2016, con la creación de una célula de atención, y más aún desde la publicación del informe de la Ciase (Comisión Independiente sobre Abusos Sexuales en la Iglesia, por sus siglas en francés) en 2021, la diócesis de Quimper y Léon se ha implicado activamente en la lucha contra los abusos sexuales dentro de la Iglesia. Este compromiso se concreta, en particular, en la creación de una comisión diocesana dedicada a la protección de menores, la firma de un protocolo con el fiscal de la República de Brest [en 2022, ndr], así como la adopción de una carta para la protección de menores y personas vulnerables y la organización de cursos de formación”.
Violencia física “institucionalizada”
Aunque solo se acusa de abusos sexuales a un profesor de le Kreisker, la violencia física habría sido cometida por varios profesores, según afirman los antiguos alumnos entrevistados por Splann !.
Jacques Urien recuerda las “correcciones” y las “humillaciones” por parte de un vigilante, de niños arrojados a “grandes cubos de basura de un metro cúbico” y molerles a palos por correr para ir a clase, porque estaba prohibido, e incluso de un alumno al que le rompieron un dedo, sin duda tras un castigo físico descontrolado. Afectado por trastornos de disfuncionales, que no comprendió hasta años más tarde, Jacques Urien menciona estados de “debilidad” o de “incomprensión” relacionados con su aprendizaje.
Aprendió en carne propia que en Kreisker los castigos físicos no solo servían para corregir el mal comportamiento. “También nos pegaban cuando teníamos dificultades”, afirma.
Según Yannick Dirou, de 59 años, la violencia física podía castigar tanto una mala nota en un examen como “una respuesta incorrecta” dada al profesor o “una nota equivocada” tocada en clase de música. “Llega un momento en que te preocupa más si te vas a llevar una bofetada o un puñetazo que cualquier otra cosa”, explica este exalumno, que estudió en el Kreisker desde 1978 y pasó allí tres años. “Era terrible. Eran golpes que te hacían querer escaparte. A menudo lo recuerdo y se me llenan los ojos de lágrimas”.
Yannick Dirou utiliza la palabra “terrorismo”. Otros tres antiguos alumnos emplean el mismo término, tan cargado de significado. Uno de ellos, Thierry Oulhen, precisa su significado: “En cierto modo, cultivaban el terror y la violencia en los demás”, afirma este enfermero de 56 años, que pasó por el instituto a principios de los años 80. Aunque él, hijo de un pescadero mayorista y una agente de bolsa, afirma que solo recibió una bofetada en año y medio, sobre todo “vio la violencia” que sufrían sus compañeros y sintió “una atmósfera de tensión, humillación y desprecio”.
Hasta tal punto que sus hermanos y él decidieron abandonar prematuramente el centro, varios meses antes de terminar el segundo curso. Casi todos los exalumnos señalan que la represión en el Kreisker no era la misma en función del origen social. “Había una discriminación notoria entre los niños de los barrios populares y los de los barrios acomodados”, afirma Thierry Oulhen.
El hermano de Yannick Dirou, Thomas, conserva “muy malos recuerdos de violencia física” que le “arruinaron dos años de colegio”. Recuerda especialmente a un profesor que siempre llevaba zuecos y que daba patadas en el culo a los alumnos. “A eso lo llamábamos puntillazos”. Y añade: “He visto a otros que recibían más golpes que yo”.
Anita, que fue al colegio entre 1976 y 1983, habla de “recuerdos visuales terribles”, incluso “paredes ensangrentadas”. Recuerda mentalmente a un profesor, André Guéguen, “cogiendo a los niños y tirándolos al suelo”, incluso “contra los percheros”. Sin embargo, en Léon, “tierra católica por excelencia”, “¡El Kreisker era la referencia!”, afirma. “En Saint-Pol, en aquella época, incluso los no creyentes iban allí. Todo el mundo iba”. La frecuencia y el nivel de violencia del que fue testigo la llevan a hablar de “violencia institucionalizada”.
Paul Rigolot, de 71 años, exprofesor de francés en el Kreisker, refuta esa expresión. “Cuando empecé a dar clases, ningún director ni profesor me ordenó, aconsejó ni siquiera sugirió que utilizara castigos físicos con los alumnos en caso de pereza, insolencia o insubordinación”, asegura uno de los pocos profesores que no ha sido acusado de violencia por parte de los exalumnos entrevistados. “Las bofetadas estaban a la orden del día, tanto en algunos colegios como en algunas familias, y no necesariamente entre personas violentas”.
Sí, es cierto, a veces daba bofetadas. A veces, quizá por nervios
Pero las bofetadas o tortazos eran solo un tipo de castigo físico utilizado por los profesores de la época. Pero, como señalan varios antiguos alumnos, “hay bofetadas y bofetadas”.
Jean-Claude Rohel, profesor del Kreisker, que más tarde sería alcalde de Plouénan y diputado por Finisterre, es identificado por varios antiguos alumnos como alguien que solía dar la vuelta a su anillo de sello dentro de la mano para abofetear a los alumnos, lo que provocaba marcas y más dolor. Otro profesor, llamado “Sparfel”, habría utilizado el mismo método.
Otro profesor, ya citado anteriormente, marcó a varias generaciones de alumnos: André Guéguen. Este es citado por casi una decena de exalumnos entrevistados por Splann ! como autor de numerosos actos de violencia física.
Sentados en la terraza del café Ty Pierre, con vistas al puerto de Roscoff, Claude y Lionel, que estudiaron en los años 70, y Loïc (nombre ficticio), alumno de 1980 a 1983, comparten sus recuerdos sobre un hombre cuyo nombre nunca han olvidado.
“Teníamos una palabra para referirnos a las palizas que daba André Guéguen: baboren”, cuenta Loïc. “Todo el mundo recuerda ese pasillo oscuro, en lo alto de la monumental escalera, en el que, cada recreo, los alumnos castigados y enviados por los profesores esperaban a que Guéguen les diera una ‘baboren’. A menudo, los motivos de esas palizas eran ridículos. André Guéguen nos enseñó básicamente la violencia”.
Claude y Lionel fueron víctimas directas. “Estaba rígido como un palo, con los brazos pegados al cuerpo, sin expresión en el rostro, apenas una mueca”, se burla Lionel sobre André Guéguen. Él, que cursó toda la secundaria y el bachillerato en el Kreisker, recuerda una escena de violencia: “Guéguen me estampó una carpeta de anillos grandes en la cara”. No recuerda por qué motivo.
Claude, que se define a sí mismo como un alumno “camorrista”, asegura que “tenía que aguantar a Guéguen una vez a la semana”. Recuerda un episodio en el que corrió por las escaleras del Kreisker antes de ser castigado por el profesor. «Me dio tal paliza que, aunque intenté protegerme, vi todo negro con pequeños puntos blancos. Estaba completamente aturdido. Durante tres o cuatro días no pude apoyar la mejilla hinchada en la almohada”, afirma con voz ronca este pescador jubilado de 63 años.
Varios exalumnos cuentan el “impacto” que supuso volver a ver a André Guéguen, años después de su etapa escolar, con motivo del funeral de un familiar, ya que este solía oficiar ceremonias religiosas en la localidad. Ninguna de las víctimas presentó denuncia contra él porque, durante mucho tiempo, su entorno consideraba legítima su violencia.
“No se lo contábamos a nuestros padres porque habría sido culpa nuestra”, explica Yannick Dirou. “Siempre me decían: si te ha pegado, es porque te lo merecías”, añade Lionel Devaux, de 60 años, otra víctima de André Guéguen. Para muchos, la toma de conciencia del carácter anormal de esta violencia no ha llegado hasta hace muy poco. “Me di cuenta de repente cuando salió el caso Bétharram”, añade el exinterno del Kreisker.
Splann ! pudo reunirse con André Guéguen el 24 de abril en su domicilio. El profesor jubilado, que enseñó en el colegio católico privado entre 1963 y 1984, que sería director del colegio Saint-Ursule de Saint-Pol-de-Léon entre 1984 y 1996 y luego destinado a Douarnenez hasta su jubilación en 2002, “asume” una sola forma de violencia hacia los alumnos.
“Sí, es cierto, en alguna ocasión di alguna bofetada. A veces, quizá por nervios”, admite el jubilado de más de 80 años. Pero nada más. “Algunos padres, no muchos, pidieron explicaciones. En general, tenía bastante buena relación con ellos. Algunos venían a las catequesis conmigo”.
André Guéguen añade que “la presión en el centro era bastante fuerte. Por lo tanto, había disciplina, lo reconozco”. En cuanto a las “palizas” mencionadas, el profesor las niega rotundamente: “No, lo niego. No hubo maldad por mi parte. En absoluto”. André Guéguen goza de la presunción de inocencia.
Para Jacques Urien, el hijo de horticultores, no se trata solo de incriminar a personas, sino de denunciar un sistema. “Todos eran culpables. Aunque hubiera dos que pegaran y diez que no dijeran nada, todos eran culpables”, afirma con indignación. “Porque todos lo sabían: la dirección, el personal, los enfermeros, los médicos...”.
Hacia un “reconocimiento de la violencia”
Según varios exalumnos, la violencia comenzó a disminuir considerablemente con la introducción de la educación mixta, a mediados de los años ochenta.
Hoy, Nicolas Guillou, director del Kreisker, asegura que el conjunto escolar “rompe totalmente con ese pasado. La atención prestada a cada alumno, en un entorno exigente y benevolente, es el núcleo del proyecto educativo. Esto se manifiesta concretamente en las prácticas pedagógicas, en el cuidado del clima escolar y en la relación de confianza que se construye día a día con los alumnos y sus familias”.
Los exalumnos se enfrentan de manera diferente a estas acciones del pasado. Jacques Urien, que en su momento solicitó la ayuda del colectivo de víctimas del colegio Saint-Pierre de Relecq-Kerhuon, también en Finisterre, quería ante todo dar su testimonio: “No tengo resentimientos, no le guardo rencor a nadie”, asegura. “Cada uno pensaba que tenía razón en el momento en que lo hacía. Creo que había una voluntad de hacer lo correcto, por el bien de la élite”.
Anita espera que se lleve a cabo una investigación, se cree un servicio de atención y se establezca una posición oficial de la Iglesia. “No basta con decir que eran otros tiempos”, opina. “Se necesitará algo que quede grabado en la memoria”. Por el momento, nadie tiene intención de presentar una denuncia. Pero para Thierry Oulhen, lo importante es otra cosa: “Hacer público todo esto es una forma de justicia, de reconocimiento de la violencia”.
Caja negra
A lo largo del artículo, los profesores del Kreisker mencionados son aquellos que han sido señalados por varios antiguos alumnos como presuntos autores de los abusos.
Dos de las personas implicadas han fallecido. Jean-Claude Rohel murió en 2009 a los 69 años. Jacques Choquer falleció en 2020, a los 90 años.
Esta investigación ha sido realizada por Splann !, una ONG dedicada a la investigación periodística en Bretaña, de la que Mediapart es socio.
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Traducción de Miguel López